Penetramos en tierras conquenses por el Oeste, recordando las coplas de pie quebrado de Jorge Manrique a la muerte de su padre Don Rodrigo, proclamado Gran Maestre de la Orden de Santiago en la villa de Uclés, a cuyo encuentro vamos, población de apenas cuatrocientos habitantes, dominada por su formidable monasterio en el que se aprecian los estilos plateresco, herreriano y churrigueresco.
Paseamos por sus calles, subimos al castillo, echamos un trago en la fuente de los cinco caños, tras pasar por la puerta del mismo nombre y reponemos fuerzas en un mesón de la plaza; empezamos a barruntar que la humilde gastronomía conquense, de tradición pastoril y montaraz, no será lo que más nos va a “encartar” de esta tierra encantadora y encantada.
Ya en la ciudad, sorprende su orografía y cómo la urbe tradicional se acomoda a ella, no transformando la naturaleza sino adaptándose en armonioso maridamiento. Es recomendable patear Cuenca, y dejarse llevar por el ascetismo de esta ciudad que tiene algo de monasterio, caminar por el paseo del Huécar hasta el parador, antiguo convento de San Pablo, cruzar el puente metálico del mismo nombre , conteniendo el vértigo, hasta llegar a la estatua del pastor, donde empezaremos a saborear las leyendas de la ciudad, leyendas prototípicas como la del Cristo del Pasadizo que seguro hemos escuchado en otros lugares con otros protagonistas, o la leyenda re-fundacional de la ciudad donde un pastor mezcla con su rebaño a los soldados cristianos disfrazados con pieles de ovejas para poder entrar en la ciudad y abrir sus puertas, leyenda que nos retrotrae a Homero, al caballo de Troya de la Ilíada, o a la Odisea, donde Ulises y sus compañeros consiguen escapar del cíclope ocultándose bajo pellizas de ovejas.
Partiendo de la estatua del pastor, a los pies de las casas colgadas, en nuestro caminar ascético tomaremos la senda de Federico Muelas, el poeta local que con nostalgia nos canta “Cuenca cierta y soñada en cielo y río”. La ruta nos sube al barrio del castillo. Y desde allí podremos contemplar ambas hoces, la del Huécar y la del Júcar, al que descenderemos, hasta tocar sus verdes aguas, por la bajada de las Angustias, y serpenteando en nuestro caminar junto al río llegaremos hasta la unión de ambos, dónde se desparraman los populares barrios de San Antón, el Salvador y Tiradores.
Mucho más nos dejaremos atrás en este encuentro con Cuenca; otra vez será. Pero en esta ocasión, no podemos dejar de volver a gozar de los mismos sitios, los mismos lugares a otras horas del día, con otra luz, con otro misterio.
Tampoco podemos dejar para otra ocasión una escapada por la serranía: por la Ciudad Encantada, cuyo encantamiento aumenta gracias a las últimas nevadas del invierno; por el nacimiento del río Cuervo, donde esas mismas nevadas nos dificultará la marcha; por el nacimiento del río Júcar, cuyo salto a la altura del molino de la Chorrera nos dejará un buen rato contemplativos; para terminar en el impresionante mirador del ventano del diablo, sobre el cañón del Júcar.
Abandonando Cuenca por el SO, tropezamos con La Mancha más típica, la hidalga , quijotesca e idealista en Belmonte, villa de película y escenario de películas, y en Mota del Cuervo, la trabajadora, ingeniosa, sanchista, realista y práctica, dónde el viento que nos tumba, es atrapado por los molinos para ayudar al hombre en su trabajo.