lunes, 11 de noviembre de 2013

Georgia





Tener la experiencia de un viaje se me antoja como la mano que te ha tocado jugar en una partida de cartas. Siguiendo con la metáfora, un país o una región sería una baraja formada por muy diferentes naipes de distinto valor y significado. Yo, como viajero, nunca voy a tener todas las cartas de la baraja en mis manos. Ni aún teniendo toda la baraja en mi mano me haría una imagen “real” de mi visita pues mi percepción siempre estará mediada por mi estado anímico y otros factores emocionales que a su vez, en un proceso de ida y vuelta, pueden estar influidos por lo que veo, experimento y siento; el caso es que aún tocándote en suerte cartas muy buenas, puedes perder la partida. Ves solamente un puñado de cartas y de esa visión infieres el resto de la baraja. Se podría decir entonces que siempre tendrás una imagen distorsionada del país visitado, pero el hecho objetivo es que las cartas que te han tocado forman parte de esa  baraja.

Georgia está fuera de toda ruta turística convencional española y me atrevería a decir europea. El interés por viajar a Georgia podría ser actualmente comercial o económico, es decir para establecer negocios en un país que quiere ser europeo; o tal vez cultural o educativo, para realizar o asistir a cursos y programas financiados por la Unión Europea en países en vías de desarrollo; o tal vez político, para intervenir como observador en las elecciones de una nación de poco rodaje democrático; o simplemente para visitar a algún familiar o amigo español que por circunstancias de la vida ha echado allí raíces y es la oportunidad de conocer un lugar que se nos presenta como lejano y extraño.
 

Difícil hacerse de una visión holística en tan corto viaje. Cómo esbozar un boceto y no caer en la caricatura. Georgia, como baraja de cartas, se me muestra desgastada y ajada, abatida y mustia. Aun así, algunos naipes se ven lustrosos, como esa baraja que tenemos formada por los desechos de varias, con cartas muy usadas y otras nuevas. Ese contraste entre lo viejo y lo nuevo, entre la apatía y los deseos de modernidad y progreso, se palpa en todos los aspectos de la vida en Georgia; conviven justos. Desde Madrid, hacemos escala en Estambul. El jolgorio de los turistas que se quedan en la ciudad de Constantino el Grande ha desaparecido. En la puerta de embarque a Tiflis las caras, mayoritariamente de hombres vestidos de negro riguroso,  son adustas, serias. La compañera de asiento, ni española ni georgiana, me comenta con acento que los hombres del avión tienen aspecto mafioso. En el pequeño pero moderno aeropuerto de Tiflis, de madrugada, las tiendas de recuerdos están abiertas, pero…sin ningún pudor, algunas de las dependientas, oscuras y hurañas, están dormidas y no quieren ser molestadas; mal te atienden. ¿Será la herencia negativa del colectivismo soviético? Entro en otra tienda… y nada que ver, todo amabilidad y buen trato; la dependienta incluso me permite pagar en euros; ¿influirá el color del vestir en el comportamiento y el carácter de las personas?  La joven dependienta no viste de forma llamativa pero su aspecto contrasta significativamente con el resto. 

Ese contraste también se da en el clima: la agradable temperatura subtropical a orillas del mar Negro ¿quién lo diría? que propicia kiwis, caquis y plátanos en todos los jardines y huertos de las viviendas de la región de Ayaria, choca con el frío de las cumbres nevadas del Cáucaso que avistamos desde la playa.

 Allí me dirijo, a la pequeña república autónoma de Ayaria (Adjaria), territorio que formó parte de la Cólquida, país del vellocino de oro, patria de Medea. Un minibús nuevo y bien equipado nos espera para atravesar el país de este a oeste. Tampoco en el parque móvil hay término medio; buenas marcas y coches nuevos e incluso de lujo contrastan con los viejos coches low cost fabricados en la Europa del Este. No podemos decir nuestro chofer sea mal conductor, pues destreza hay que tener para comer pipas con una mano y con la otra al volante adelantar un camión en una curva; las vacas andando tranquilamente por la carretera añaden emoción. Comprobaremos que esa forma temeraria de conducir no será una excepción. La avenida que une el aeropuerto con Tiflis se llama George Bush; tal vez el honor se deba a que el mandatario estadounidense habló con Putin durante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín para  que cesara el hostigamiento a Georgia. Y es que no hace mucho, 2008, que los tanques rusos se paseaban por ciudades georgianas como Gori, la patria chica de Stalin.  Las hostilidades han cesado pero no olvidemos que las heridas de guerra son difíciles de cerrar. En nuestra memoria siguen retumbando los nombres de Abjasia y Osetia. También Ayaria, el lugar de mi destino, se declararía en rebeldía reclamando su separación, para posteriormente reintegrarse a Georgia con autonomía de gobierno.

 
Batumi, la capital de Ayaria, se nos presenta como una ciudad moderna y bella; una auténtica perla a orillas del Mar Negro. Me sorprende la hermosura de esta ciudad de 120.000 habitantes (menos de medio millón están censados en la República Autónoma de Ayaria). Da gusto pasear por sus parques y jardines, por sus plazas y avenidas, por las callejuelas del viejo Batumi con los viñedos que nacen en las aceras y se van emparrando en los balcones y ventanas de las casas. Se ven grupos de turista, por sus atuendos, posiblemente de origen turco. No enumeraré sus monumentos aunque sí referiré que la Torre del Alfabeto (Georgia tiene un alfabeto propio) de 130 metros de altura ha sido diseñado y construido por ingenieros españoles. Visitaremos la universidad, al estilo de un palacete zarista al servicio de los estudiantes hijos de proletariado, otra posible herencia, esta positiva, de la dominación rusa.

 
 
No me resisto a entrar en una iglesia ortodoxa. La atracción que sobre mí ejercen es indomable. Sus olores, sus ritos, sus cantos…Pronto nos llamarán la atención sobre nuestro comportamiento un tanto… distendido para un templo. Y es que, un grupo de españoles, no pasa desapercibido en Georgia.

 
Menos desapercibidos pasamos Kobuleti, ciudad donde nos hospedamos, destino turístico en verano, pero totalmente deshabitado en otoño. Los hoteles que jalonan la kilométrica costa están totalmente vacíos. En el nuestro, un pequeño hotel flamantemente nuevo y limpio, solamente está ocupada una habitación, la nuestra. El ambiente no puede ser más familiar y agradable, desde la joven hija que nos sirve de intérprete en inglés hasta la abuela que nos preparará sabrosos platos caseros de la cocina local a base de pescado del Mar Negro y khachapuri, y de postre, suculentos dulces de boda con espeso café turco o chais (té) abundantemente cultivado en esta zona. Hablar de hospitalidad es quedarse corto; por desgracia en el idioma castellano la palabra familiaridad, como tantas hermosas palabras de nuestro vocabulario, va adquiriendo connotaciones negativas.

 
La hospitalidad y la afabilidad constituyen una buena baza. Pero hay otras que he de referir, por la sorpresa que nos ocasionan, por el choque cultural que nos causan, aunque tal vez no dejen de ser sino anécdotas. Por ejemplo, miramos con asombro a varios hombres de riguroso negro, tal vez cuatro o cinco, paseando agarrados del brazo, en fraternal fila, silenciosos, sigilosos; parece que los hombres georgianos tienen una curiosa relación de confraternidad y antagonismo muy marcada, bien reflejada en sus bailes folklóricos… y en la realidad. El antagonismo, la rivalidad masculina, también es una carta que nos ha tocado jugar en este viaje. En un masivo restaurante, la fiesta terminó como en una película del oeste, con botellazo en la cabeza incluido, puñetazos e involucrándose hasta quien parecía no tener nada que ver, con la asistencia de una ambulancia y varios coches de policía, alguno con pistola en mano y otros reduciendo borrachos a base de descargas eléctricas. ¿Anécdota o despedida a la georgiana? Cartas marcadas que forman parte sin duda de otras barajas, en mayor o menor medida, pero también de ésta.

Georgia, una partida que ha merecido la pena jugar.