En el barrio de Alfama, donde patearemos sus calles, montaremos en tranvía y nos refrescaremos en un velador de alguno de sus miradores, no podemos perdernos Santa Engracia (panteón nacional donde no encontraremos ni un hueso, sino cenotafios de portugueses ilustres), San Vicente da fora (donde sí reposan algunos miembros de la Casa de Braganza) mereciendo la pena la visita de este monasterio, así como la de la catedral o Se.
En la Baixa no pude faltar un recorrido desde la plaza del Comercio hasta la de los Restauradores, pasando por la del Rossio y la de Figueira; contemplaremos la estación central del Rossio de estilo neogótico manuelino y por supuesto subiremos al Barrio Alto en el elevador de Santa Justa, donde los encargados del ascensor contarán con parsimonia a las personas que entran en la cabina una y hasta varias veces para asegurarse de no superar el tope permitido, lo que contribuirá a aumentar las colas.
En el Barrio Alto pasaremos por la iglesia del Carmen, testigo del terremoto de 1755, entraremos en la iglesia museo de San Roque y nos asomaremos al mirador de San Pedro de Alcántara. En Estrela visitaremos la basílica y el Palacio de San Bento (sede del parlamento portugués).
Las largas distancias que hay que recorrer en Belén para ir desde el monasterio de los Jerónimos a la torre de Belén pasando por el Monumento a los Descubrimientos, nos dejarán agotados, pero siempre podremos refrescarnos, si visitamos Lisboa en verano, en alguna de sus playas, de frías aguas pero divertidas por las olas (siempre respetando las banderas, pues pueden ser peligrosas), propicias para a práctica del surf, como las de Caparica, donde llegaremos tras atravesar el puente 25 de abril.
Aunque el encanto de Lisboa sea ese aire decadente y melancólico con sabor a antiguo de casas rotas y ropas tendidas, no le faltan edificios que sorprenden por su modernidad, como la plaza de toros de Campo Pequeño, que aunque de fachada neomudéjar, esconde en sus entrañas bajo la arena un moderno y espléndido centro comercial.