Pasear por los cementerios nos produce un cúmulo de extrañas y ambivalentes sensaciones, así como de cierto desasosiego espiritual, ya que nos es inevitable pensar, aunque sea en lo más profundo de nuestra conciencia, sobre nuestro propio sentido de la vida, y realizarnos esas preguntas universales y recurrentes, tal ver porque nunca hallamos respuesta: quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos.
A mí personalmente, a pesar de ese sabor acre, por desabrido y desazonador que me produce pasear por el lugar donde terminan los cuerpos de las personas que nos han precedido, cuerpos con los que se han comunicado y con los que han amado, me gusta visitar y observar los cementerios de los lugares por los que paso, por múltiples motivos: primero, porque según se dice sobre gustos no hay nada escrito, aunque alguno dirá que nada más y nada menos que la Historia del Arte; en efecto muchos cementerios son en sí mismo arte (jardinería, arquitectura, escultura…), algunos declarados patrimonio de la humanidad, y otros contienen monumentos funerarios dignos de contemplar, que siempre nos llevan y elevan más allá de la propia piedra. Segundo porque los cementerios nos hablan sobre las gentes que los construye, así como de su historia (epidemias, guerras, personajes ilustres…). Tercero porque alrededor de ellos se entretejen multitud de leyendas, el otro aspecto de la cultura inmaterial que a nadie nos deja impasible.
Por todos estos motivos, especial mención merece el cementerio Pere Lachaise de París, de visita obligada si viajáis a la capital francesa y que merece otra entrada en este blog. Pero cualquier cementerio, hasta el más cercano a nuestra casa es digno de ser observado, así como de analizar todas las expresiones funerarias que contiene, y por supuesto meditar y sacar nuestras propias conclusiones sobre la sociedad en la que vivimos.
Ilustro esta entrada con imágenes del cementerio más cercano que tengo, el cementerio viejo de Badajoz, llamado de San Juan, que por su antigüedad tiene ya ese aspecto de cementerio romántico que lo hace tan atractivo. Una de las imágenes corresponde a Reinerio Marcos, joven estudiante de Minas, cuya madre mandó construir un panteón bien alto, para poder verlo desde su casa en la calle San Juan.
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