Con sorpresa reaccionaron mis queridos compañeros de viaje cuando les trasmití mi deseo de “perder” unas horas de nuestra corta estancia en París para realizar una visita al cementerio Pere Lachaise. Tal vez la propuesta no debiera sorprender tanto hoy en día, tan de moda como se está poniendo el turismo necrológico. Aunque éste es un motivo para mí nada desdeñable, me refiero al turismo necrológico, le sumo a que en mis visitas turísticas siempre procuro realizar alguna “ruta alternativa” o curiosa (aunque “todo está ya inventado”, no nos engañemos). Pero mi antojo estaba justificado, como buen pacense aunque de adopción, por mi deseo de visitar la tumba de Manuel Godoy, antes del traslado de sus restos a su ciudad natal, Badajoz, como es la aspiración de muchos de sus paisanos. Al fin y al cabo, en parte a él le debo haber podido nacer en esa hermosa villa que es Olivenza, y que Godoy incorpora al territorio español en 1801 tras la Guerra de las Naranjas y la firma del Tratado de Badajoz. Pero ésta, la de Manuel Godoy, es otra historia que merece entrada aparte.
Si sorprendente fue la propuesta, sorprendente fue el Pere Lachaise. A nadie deja indiferente: por su monumentalidad, por las celebridades que allí reposan, por la historia que contiene, por los mitos que genera… Un paseo por sus calles invita a la reflexión sobre el misterio de la muerte. La sepultura de Oscar Wilde es de las más rompedoras con el entorno, desde luego no es la más atractiva, aunque llama la atención las inscripciones impresas sobre la blanca piedra, sobre todo los besos de carmín y los corazones, y es que como citaba el ingenioso dramaturgo el misterio del amor es mayor que el misterio de la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario