Tener la
experiencia de un viaje se me antoja como la mano que te ha tocado jugar en una
partida de cartas. Siguiendo con la metáfora, un país o una región sería una
baraja formada por muy diferentes naipes de distinto valor y significado. Yo,
como viajero, nunca voy a tener todas las cartas de la baraja en mis manos. Ni
aún teniendo toda la baraja en mi mano me haría una imagen “real” de mi visita
pues mi percepción siempre estará mediada por mi estado anímico y otros
factores emocionales que a su vez, en un proceso de ida y vuelta, pueden estar
influidos por lo que veo, experimento y siento; el caso es que aún tocándote en
suerte cartas muy buenas, puedes perder la partida. Ves solamente un puñado de
cartas y de esa visión infieres el resto de la baraja. Se podría decir entonces
que siempre tendrás una imagen distorsionada del país visitado, pero el hecho
objetivo es que las cartas que te han tocado forman parte de esa baraja.
Georgia está
fuera de toda ruta turística convencional española y me atrevería a decir
europea. El interés por viajar a Georgia podría ser actualmente comercial o
económico, es decir para establecer negocios en un país que quiere ser europeo;
o tal vez cultural o educativo, para realizar o asistir a cursos y programas
financiados por la Unión Europea en países en vías de desarrollo; o tal vez
político, para intervenir como observador en las elecciones de una nación de
poco rodaje democrático; o simplemente para visitar a algún familiar o amigo
español que por circunstancias de la vida ha echado allí raíces y es la
oportunidad de conocer un lugar que se nos presenta como lejano y extraño.
Difícil
hacerse de una visión holística en tan corto viaje. Cómo esbozar un boceto y no
caer en la caricatura. Georgia, como baraja de cartas, se me muestra desgastada
y ajada, abatida y mustia. Aun así, algunos naipes se ven lustrosos, como esa
baraja que tenemos formada por los desechos de varias, con cartas muy usadas y
otras nuevas. Ese contraste entre lo viejo y lo nuevo, entre la apatía y los
deseos de modernidad y progreso, se palpa en todos los aspectos de la vida en
Georgia; conviven justos. Desde Madrid, hacemos escala en Estambul. El jolgorio
de los turistas que se quedan en la ciudad de Constantino el Grande ha
desaparecido. En la puerta de embarque a Tiflis las caras, mayoritariamente de
hombres vestidos de negro riguroso, son
adustas, serias. La compañera de asiento, ni española ni georgiana, me comenta
con acento que los hombres del avión tienen aspecto mafioso. En el pequeño pero
moderno aeropuerto de Tiflis, de madrugada, las tiendas de recuerdos están
abiertas, pero…sin ningún pudor, algunas de las dependientas, oscuras y
hurañas, están dormidas y no quieren ser molestadas; mal te atienden. ¿Será la
herencia negativa del colectivismo soviético? Entro en otra tienda… y nada que
ver, todo amabilidad y buen trato; la dependienta incluso me permite pagar en
euros; ¿influirá el color del vestir en el comportamiento y el carácter de las
personas? La joven dependienta no viste
de forma llamativa pero su aspecto contrasta significativamente con el
resto.
Ese contraste
también se da en el clima: la agradable temperatura subtropical a orillas del
mar Negro ¿quién lo diría? que propicia kiwis, caquis y plátanos en todos los
jardines y huertos de las viviendas de la región de Ayaria, choca con el frío
de las cumbres nevadas del Cáucaso que avistamos desde la playa.
Allí me
dirijo, a la pequeña república autónoma de Ayaria (Adjaria), territorio que
formó parte de la Cólquida, país del vellocino de oro, patria de Medea. Un
minibús nuevo y bien equipado nos espera para atravesar el país de este a
oeste. Tampoco en el parque móvil hay término medio; buenas marcas y coches
nuevos e incluso de lujo contrastan con los viejos coches low cost fabricados
en la Europa del Este. No podemos decir nuestro chofer sea mal conductor, pues
destreza hay que tener para comer pipas con una mano y con la otra al volante adelantar
un camión en una curva; las vacas andando tranquilamente por la carretera
añaden emoción. Comprobaremos que esa forma temeraria de conducir no será una
excepción. La avenida que une el aeropuerto con Tiflis se llama George Bush;
tal vez el honor se deba a que el mandatario estadounidense habló con Putin
durante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín para
que cesara el hostigamiento a Georgia. Y es
que no hace mucho, 2008, que los tanques rusos se paseaban por ciudades
georgianas como Gori, la patria chica de Stalin.
Las hostilidades han cesado pero no olvidemos
que las heridas de guerra son difíciles de cerrar. En nuestra memoria siguen retumbando
los nombres de Abjasia y Osetia. También Ayaria, el lugar de mi destino, se
declararía en rebeldía reclamando su separación, para posteriormente
reintegrarse a Georgia con autonomía de gobierno.
Batumi, la
capital de Ayaria, se nos presenta como una ciudad moderna y bella; una
auténtica perla a orillas del Mar Negro. Me sorprende la hermosura de esta
ciudad de 120.000 habitantes (menos de medio millón están censados en la República
Autónoma de Ayaria). Da gusto pasear por sus parques y jardines, por sus plazas
y avenidas, por las callejuelas del viejo Batumi con los viñedos que nacen en
las aceras y se van emparrando en los balcones y ventanas de las casas. Se ven
grupos de turista, por sus atuendos, posiblemente de origen turco. No enumeraré
sus monumentos aunque sí referiré que la Torre del Alfabeto (Georgia tiene un
alfabeto propio) de 130 metros de altura ha sido diseñado y construido por
ingenieros españoles. Visitaremos la universidad, al estilo de un palacete
zarista al servicio de los estudiantes hijos de proletariado, otra posible
herencia, esta positiva, de la dominación rusa.
No me resisto
a entrar en una iglesia ortodoxa. La atracción que sobre mí ejercen es indomable.
Sus olores, sus ritos, sus cantos…Pronto nos llamarán la atención sobre nuestro
comportamiento un tanto… distendido para un templo. Y es que, un grupo de
españoles, no pasa desapercibido en Georgia.
Menos
desapercibidos pasamos Kobuleti, ciudad donde nos hospedamos, destino turístico
en verano, pero totalmente deshabitado en otoño. Los hoteles que jalonan la
kilométrica costa están totalmente vacíos. En el nuestro, un pequeño hotel
flamantemente nuevo y limpio, solamente está ocupada una habitación, la
nuestra. El ambiente no puede ser más familiar y agradable, desde la joven hija
que nos sirve de intérprete en inglés hasta la abuela que nos preparará sabrosos
platos caseros de la cocina local a base de pescado del Mar Negro y khachapuri,
y de postre, suculentos dulces de boda con espeso café turco o chais (té) abundantemente cultivado en
esta zona. Hablar de hospitalidad es quedarse corto; por desgracia en el idioma
castellano la palabra familiaridad, como tantas hermosas palabras de nuestro
vocabulario, va adquiriendo connotaciones negativas.
La
hospitalidad y la afabilidad constituyen una buena baza. Pero hay otras que he
de referir, por la sorpresa que nos ocasionan, por el choque cultural que nos
causan, aunque tal vez no dejen de ser sino anécdotas. Por ejemplo, miramos con
asombro a varios hombres de riguroso negro, tal vez cuatro o cinco, paseando
agarrados del brazo, en fraternal fila, silenciosos, sigilosos; parece que los
hombres georgianos tienen una curiosa relación de confraternidad y antagonismo
muy marcada, bien reflejada en sus bailes folklóricos… y en la realidad. El
antagonismo, la rivalidad masculina, también es una carta que nos ha tocado jugar
en este viaje. En un masivo restaurante, la fiesta terminó como en una película
del oeste, con botellazo en la cabeza incluido, puñetazos e involucrándose
hasta quien parecía no tener nada que ver, con la asistencia de una ambulancia
y varios coches de policía, alguno con pistola en mano y otros reduciendo
borrachos a base de descargas eléctricas. ¿Anécdota o despedida a la georgiana?
Cartas marcadas que forman parte sin duda de otras barajas, en mayor o menor
medida, pero también de ésta.
Georgia, una
partida que ha merecido la pena jugar.