Malinowski,
padre de la antropología moderna, acuñó el concepto “magia del etnógrafo”,
consistente en captar el espíritu
indígena, iluminando las sombras, enfocando lo borroso, poniendo de relieve lo
oculto, con el fin de trasmitir/traducir
a su propia cultura la cultura nativa, haciéndola comprensible y ofreciendo al
tiempo la visión del nativo y su propia visión, interpretando de forma holística los datos recogidos a través de la
observación participante. El etnógrafo, con su texto, ha de tener la habilidad “mágica” de evocar en el lector, es
decir de suscitar en su imaginación, las sensaciones y emociones vividas por él
como antropólogo y por los participantes de la cultura objeto de su estudio.
En un paralelismo entre
etnografía y fotografía, entre texto e imagen,
la magia del fotógrafo ha de consistir en expresar “algo” con la imagen.
Pero la cámara capta, no interpreta. Parafraseando al fotógrafo y escritor
Robert Caputo, “nuestras imágenes deben evocar otros sentidos a parte de la
vista”. Sentidos y sensaciones son parte de la experiencia al contemplar ese
objeto o lugar que llamó nuestra atención como fotógrafo hasta tal punto de
querer inmortalizar ese instante. Con el revelado, el fotógrafo tiene que
lograr que la imagen dramatice lo que él quiere expresar, que en definitiva han de ser sus propios
sentimientos y emociones. Mágico y mítico se nos presenta hoy en día el
revelado anagógico, el cuarto oscuro, el olor de los productos químicos y la
aparición paulatina de la imagen en el papel. Pero no menos mágico es el post
procesado digital, cuyo resultado es la interpretación personal que contribuye
al punto de vista que en un instante tuvo el fotógrafo y hace revivir en otros.
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